La Historia de Juan – Capítulo I

Se despertó en Juan una verdadera curiosidad por saber cual era el proceso de prensado de los coches que transportaba el enorme camión que tenía ante sus ojos.

Su breve estancia en Madrid fue suficiente para resolver tres asuntos de pequeña importancia que tenía pendientes y regresaba a Málaga deseoso de alejarse del caos circulatorio, sirenas, atascos e inmenso ruido que reinaba por doquier. Después de veinticinco años de vivir en la Capital y tan sólo uno en Málaga, reconocía haberse convertido en un respetable cincuentón provinciano amante de la tranquilidad.

Acababa de parar en una venta de carretera para tomarse un café y estirar las piernas. Sabía por experiencia que en los bares en los que aparcaban camiones, eran los mejores para tomar cualquier cosa. A pesar del cómodo Mercedes que conducía, los viajes de más de doscientos kilómetros llegaban a aburrirle por la monotonía de la conducción y el excesivo confort del vehículo que le provocaba invariablemente somnolencia.

Había aparcado al lado de aquél camión y miraba con curiosidad su extraña carga. Unos cubos casi perfectos, todos del mismo tamaño, a los que habían sido reducidos los coches que tiempo atrás circulaban ufanos por todas las carreteras del país.

En cada cubo dominaba el color de la pintura que había tenido cada automóvil y le intrigó que existiendo coches de diversos tamaños aquellos fardos de hierro tuviesen todos las mismas dimensiones. En aquellos conglomerados de chatarra destacaban en primer plano, como si quisieran llamar la atención, en unos un neumático, en otros un parachoques cruzado, y en alguno un faro delantero cuyo cristal, tal vez por un capricho de la fortuna, permanecía aún intacto. Parecían caprichosos monstruos reducidos y encarcelados entre sus propias rejas.

Juan abordó al conductor del trailer cuando se disponía a subir a la cabina.

Venimos del desguace La Pelusa de Málaga – le contestó amablemente – y casi con seguridad el miércoles que viene irán unos compañeros nuestros para completar el trabajo.

Cerca de su casa, a unos dos kilómetros, se encontraba aquél desguace, visible desde la autopista al estar ubicado en una cota algo más baja, y que a groso modo calculó que podría albergar alrededor de quinientos coches.

Hablaría con el dueño y le pediría que le dejara ver cómo se organizaba la operación de prensado.


Carmelo, de mediana estatura, ágil y musculoso, de mirada inteligente y con aspecto de boxeador rayando en la cuarentena, era el propietario, director, cajero, telefonista y vendedor de aquél enorme cementerio de automóviles. Ayudado tan sólo por un mozalbete de no más de 16 años, se desenvolvía como pez en el agua en todo el complejo de automóviles desvencijados.

No puso ninguna objeción a los deseos de Juan para ver como se prensaban los coches y le citó para el miércoles siguiente, día en que tenía previsto que llegarían de nuevo las máquinas. Siempre que, le dijo con una sonrisa, no aprendiera demasiado y le hiciera la competencia.

Cuando llegó al desguace poco antes de las nueve de la mañana, estaba ya todo preparado para iniciar el trabajo. Una carretilla elevadora, un camión trailer con grúa incorporada gemelo del que había visto días atrás en la carretera y un camión parecido al de la basura, que llevaba acoplada una potente prensa hidráulica.

Cinco minutos después y tras señalar Carmelo por dónde tenían que empezar el trabajo, se pusieron en movimiento.

– Aquél Talbot blanco y los tres que están a su lado.

La carretilla se acercaba decidida, introducía sus horquillas entre las ruedas del automóvil, lo elevaba un metro del suelo y sin ninguna otra sujeción, daba marcha atrás, giraba en redondo y lo transportaba hasta la prensa, depositando con sorprendente precisión su carga en el centro exacto de la misma. Casi no había acabado de retirar las horquillas cuando se iniciaba el movimiento de compresión.

Las cuatro gruesas planchas laterales de la prensa se iban acercando con enervante lentitud hasta tocar el coche y acabar de centrarlo. Un segundo de parada y se iniciaba la compresión. Era entonces cuando de los primeros hierros que rozaba la prensa podían oirse tímidos lamentos que iban aumentando de intensidad a tenor del empuje de la máquina. Un poco más y los lamentos se trocaban en auténticos alaridos escalofriantes difíciles de soportar. Los cristales triturados, salían disparados hacia el aire como fuegos artificiales en tanto que por un tubo de goma destilaba el aceite de los motores heridos de muerte como si se estuvieran desangrando. En seguida un crujir espantoso y el hiriente chirrido del metal retorciéndose que parecía no acabar nunca. El breve silencio que seguía a continuación era todo un requiem. Cabía la posibilidad que todas las máquinas rezaran al unísono y en silencio una oración por el eterno descanso del difunto.

La grúa del trailer completaba la operación, atenazaba el fardo a que había sido reducido el coche prensado y lo colocaba en su plataforma ordenadamente para aprovechar todo su espacio.

– Toda la fila, desde el Mercedes negro hasta el Ford Fiesta amarillo. El dueño del desguace seguía indicando impasible los destinados a la férrica masacre.

Después de media hora Juan consideró que había visto suficiente y llegó a la conclusión de que, al menos para él, el espectáculo era verdaderamente desagradable. Cuando se dirigía hacia Carmelo para despedirse y darle las gracias, tuvo que dejar paso a la carretilla elevadora que se cruzaba en su camino, pero ésta se detuvo justo delante de él. El conductor descendió. – hace un extraño una rueda – comentó – y se puso a investigar la supuesta avería.

La carga quedó a un metro de Juan a la altura de sus ojos: Un inconfundible Seat Seiscientos de color verde oliva. De su escudo frontal solo quedaba la mitad, pero conservaba los dos faros casi intactos y los cromados aún relucientes. El parachoques no estaba mal del todo aunque acusaba ya el principio de la oxidación y las cubiertas, tal como las veía, estaban seriamente deterioradas.

Juan fue dando la vuelta alrededor del coche observando con curiosidad cómo su estado de conservación, a pesar de la edad, era sorprendentemente aceptable. Volvió a su posición inicial y continuó mirándolo de frente. ¡ Cuántas ilusiones, cuántos desvelos, cuántas alegrías y también cuantas tristezas albergaría en su estructura !. ¡ Cuantas historias de amor, de celos, de engaños, de negocios..! Casi media vida de uno o varios propietarios habría quedado impregnada en la vieja tapicería. ¿ Qué manos rudas habrían atenazado el ancho volante ó tal vez qué manos femeninas suaves y delicadas lo acariciaron con dulzura ?. Y ahora, apenas en cinco minutos, todo habría acabado. Las alegrías, las ilusiones y las tristezas, todo, absolutamente todo, quedaría reducido a un amasijo de pura y simple chatarra.

Continuó mirando el Seiscientos. La luz de la mañana incidía oblicuamente en el coche y la sombra de los abollados biseles, al proyectarse en el interior de los faros, les daba el aspecto de unos enormes ojos, unos ojos tristes con una mirada de preñada de ansiedad, unos ojos penetrantes que se habían clavado en los de Juan y le transmitían insistentemente un desesperado mensaje de ayuda.

¡No podía ser verdad! – pensó – pero sintió en su interior algo parecido a una angustiosa llamada de socorro que se repetía una y otra vez: ¡Sálvame! ¡Sálvame! Sólo tú puedes hacerlo ¡¡ SÁLVAME!!


¿Salvaría Juan el coche? ¿Le daría la espalda y se desentendería de él? ¿Se le ablandaría el corazón? ¿ Qué habrías hecho tú en su caso? ¡ AH!, ¡OH!, ¡UFF!

Por Román Martínez de Velasco y Farinós