Todas las mañanas a primera hora Juan daba un largo paseo por la urbanización. Después del desayuno, si no tenía que resolver asuntos que le obligaran a ir al Centro de la Ciudad, leía sin prisa el Sur, el periódico local en el que lo más interesante eran los titulares de la primera página y el articulillo de Manuel Alcántara siempre preñado de gracejo andaluz conjugando noticias de actualidad con frases de doble sentido a cuál más ingeniosa. Luego se encerraba en su despacho, contestaba la correspondencia recibida, llevaba las cuentas de sus inversiones, se «paseaba» por Internet y un rato antes de comer leía algún libro sobre temas que consideraba interesantes.Desde que llegó el Seiscientos había transformado ligeramente su horario de mañana haciendo un hueco para llamadas relacionadas con repuestos y búsqueda de las herramientas especiales que iba a necesitar. Invariablemente las tardes libres las pasaba en el garaje.
La «operación limpieza» fue lenta pero gratificante. Parecía como si el coche fuese poco a poco recobrando vida. Preparó con su mujer dos cubos con agua y detergente y con sendas esponjas enjabonaron todo el exterior del coche aclarándolo luego con la manguera poco abierta. Repitieron la operación dos veces y pasaron la potente aspiradora doméstica por el interior, intentando que el lavado de cara fuese suficientemente aceptable.
Sacar el asiento de detrás fue fácil, pero los dos individuales delanteros se resistieron tozudamente. La grasa de las guías totalmente reseca frenaba cualquier intento de movimiento y tuvo que ir dando golpecitos con el martillo de nylon hasta conseguir deslizarlos hacia adelante.
El piso de goma venía de fábrica totalmente pegado al bastidor, pero el tiempo había hecho perder su adherencia en los bordes y ahora podían levantarse en casi todo su contorno. Juan pasó de nuevo la aspiradora para acabar de limpiar el polvo almacenado bajo los asientos y continuó levantando los bordes para rematar la faena. Cuando ya acababa en la esquina del conductor reparó en una medallita ovalada de apenas medio centímetro. Era de metal dorado, con esmalte azul y representaba en relieve la imagen de La Milagrosa. Fue a su banco de trabajo, la limpió y se acercó a María que daba el último repaso al parabrisas.
– Mira lo que he encontrado en el piso.
María contempló la medalla con interés, le dio la vuelta, volvió a mirarla de nuevo y se quedó pensativa.
– Juan, yo perdí una igual hace mucho tiempo. No será que……..
– Sé lo que estás pensando, pero no. En la casa de mis padres había varias iguales a esta, las monjitas de la Caridad las repartían a troche y moche. Hay una probabilidad entre cien mil que éste fuese nuestro anterior coche. Además he observado detenidamente la pintura, sobre todo en las abolladuras y en los faldones que están oxidados y no. Indudablemente el coche ha sido pintado, no hay más que ver los pequeños chorreones que tiene debajo de las aletas, pero creo que el color primitivo era azul claro, se nota perfectamente. Mira aquí y aquí.
– Vamos a hacer una prueba.
Juan cogió un trapo, lo mojó en disolvente y frotó con fuerza en el exterior lateral del techo. Inicialmente el trapo se tiñó de verde pero en seguida apareció tenuemente el color azul.
– ¿ Lo ves ?. Era muy difícil, pero habría sido alucinante que el coche hubiese vuelto a nosotros. Por cierto, ¿ Has visto el motor ?. Está casi completo, creo que hasta podremos salvar el radiador , solo vamos a necesitar los manguitos. En cuanto lo limpie tendré que confeccionar una lista de todas las piezas que necesitamos.
Tras varias gestiones, había encontrado una empresa que alquilaba maquinaria semi-doméstica y pudo contratar un compresor de agua a presión. Una vez que el motor estuvo satisfactoriamente limpio anotó las piezas que a su juicio debería en principio cambiar:
- Radiador
- Batería
- Manguitos
- Bujías
- Juego de cables
- Platinos y condensador
- Correas de la dínamo y de la bomba de agua
- Filtro de aceite y de aire
- Anticongelante y una lata de 4 litros de aceite
Su idea era intentar arrancarlo y si lo conseguía comprobar la compresión de los cilindros, cómo estaba de regulación de taqués y si sonaba la correa de distribución. En resumen, obtener una primera impresión del estado del motor en general.Había transcurrido una semana y ya sólo le quedaba cambiar el condensador y los platinos. Aquella tarde como las anteriores arrimó el banquillo de madera al parachoques trasero, se sentó con el destornillador en «ristre» y se dispuso a cambiarlos. Le chocó que el condensador estuviera sujeto en el tornillo interior porque, por comodidad en la instalación, casi todos los coches lo llevaban en el tornillo exterior.
Iba a retirar con ambas manos los muelles laterales para levantar la tapa del distribuidor cuando le vino a la mente el recuerdo de la última excursión que habían realizado antes de que les robaran el coche. No podía imaginarse Juan la sorpresa tan mayúscula que se iba a llevar.
Antonio Ruíz, era un activo muchachote cuyo Seiscientos le fue entregado el mismo día que a Juan. Se conocieron en la salita de espera de Seat y al saberse los dos de Málaga entablaron una animada conversación sobre las maravillas del vehículo que acababan de adjudicarles. Pronto nació entre ellos una sincera amistad sin estridencias que perduraría a través del tiempo. Los dos se hicieron a la vez socios del Club Seiscientos de Málaga y participaron en numerosas ocasiones en las excursiones de fin de semana que se efectuaban todos los meses.
En una de ellas, concretamente en la que se realizó a Río Frío, Antonio tuvo ocasión de demostrar sus conocimientos en mecánica y más aún, su ingenio para resolver con éxito situaciones comprometidas con escasos elementos a su alcance. Antonio trabajaba en una empresa de conservación de maquinaria y según sus compañeros era capaz de poner en funcionamiento un ascensor con unos alicates y un trozo de alambre. Era lo que se dice un «manitas».
Quince coches componían la caravana que a las 10 de la mañana partía de la Sede Social del Club en la calle Garcerán y que por la carretera de los montes tenían como destino Río Frío. A las once de la mañana se efectuaba la primera parada en la Fuente de la Reina para reagruparse y comprobar el buen funcionamiento de las máquinas.
El coche de Mariano Mármol empezaba a calentarse y el de Juan daba fallos intermitentes que achacaba a falta de corriente en una bujía. Fue requerido de inmediato Antonio Ruiz para que realizara una primera inspección ocular.
Antonio siempre dispuesto a hacer un favor, fue rápido en su diagnóstico. Mariano había perdido el muelle de retroceso del acelerador. Al levantar el pié el motor no volvía a su mínimo de revoluciones, permanecía acelerado y por tanto se calentaba.
Fue a su coche y volvió con su caja de herramientas. Rebuscó entre alicates, llaves, destornilladores y pequeños repuestos y encontró un muelle bastante más largo que el que necesitaba. No hay problema – dijo-, lo cortó, dobló y en un santiamén lo tenía colocado en su sitio y funcionando de maravilla.
Después le tocó el turno al coche de Juan. Antonio Ruiz observó con detenimiento el motor y señalando con el destornillador comentó – esto está chupao, se ha aflojado el tornillo del distribuidor que sujeta el condensador, por eso no llega bien la corriente a las bujías, solo hay que apretar el tornillo. Pero no fue tan fácil. El tornillo tenía pasada la rosca. Con él en la mano fue rebuscando de nuevo en su caja y comprobando una a una los tornillos que iba encontrando y que consideraba que podrían valer. Nada. La que entraba bailaba y otras ni siquiera tomaban la primera rosca.. Como era de esperar encontró la solución ; sacó una vieja bujía entre las cien mil cosas de la caja de herramientas, le quitó el taponcillo y lo comprobó con el tornillo. ¡ Perfecto !. Tenía el paso adecuado. Cambió el condensador colocándolo en el lado opuesto sujetándolo con el tornillo, luego con unos alicates de punta, orientó interiormente el taponcillo de la bujía y como si de una operación de microcirugía se tratara consiguió que el tornillo estropeado se sujetara con firmeza. El motor arrancó a la primera, la reparación había sido un éxito, el fallo había desaparecido totalmente.
Mientras iba recordando con agrado los pormenores de la excursión, Juan había retirado los muelles laterales del distribuidor y acababa de levantar la tapa del delco. Sus ojos se quedaron clavados en el taponcillo de una bujía que debajo de los platinos hacía las veces de tuerca para sujetar el tornillo exterior. Miró el condensador, estaba colocado en el lateral que daba al motor. Todo coincidía con el arreglo de la avería que había realizado Antonio Ruiz hacía más de veinte años.
– María – llamó con voz potente.
– No levantes la voz. Estoy aquí. ¿Qué te pasa?.
– ¿Ves esto que hace las veces de tuerca?
– Sí, pero no me dice nada. No sé nada del motor.
– ¿No te acuerdas que lo puso Antonio Ruíz?
– Ni idea.
– En la excursión a Río Frío.
– No. No me acuerdo.
– ¿Recuerdas que el coche tenía un fallo en la subida de los montes?
– No Juan. Ha pasado mucho tiempo y sólo me acuerdo de la excursión en conjunto.
– Pues lo arregló Antonio.
– Si tú lo dices, ¿No estarás pensando ahora que éste era nuestro coche?
– Pues sí. Empiezo a pensarlo seriamente. Este arreglo no es normal y el condensador atornillado en el lado opuesto tampoco.
– ¿Y la prueba del color que hicimos?
– Hazme un favor María. Llama al 003 y a ver si te dan el teléfono del pintor. Se llamaba Nicolás Granero y la calle era ¿Tafalla?, no, ¿Carfalla?, no, Cartaya, sí, seguro, calle Cartaya.
María volvió en seguida con el teléfono portátil y un número escrito en un papelito cuadrado.
– Yo te lo marco, un momento, está dando la llamada, toma.
– Oiga, ¿El señor Granero?
– Sí, dígame.
– ¿El señor Nicolás Granero?.
– No, soy su hijo Paco.
– Anda, entonces tú eres Paquito.
– Bueno, así me llamaban de pequeño. Mi padre ha salido a comprar unas lijas pero vendrá pronto. ¿Le dejo algún recado?
– Sí, dile que le ha llamado Juan Frías, espero que se acuerde de mí. Dile que iré a verle y que quería preguntarle cómo se puede saber con certeza de qué color de fábrica estaba pintado un coche. Si existe algún disolvente especial.
– Eso se lo digo yo Don Juan. Los disolventes pueden equivocarle. Lo mejor es que quite Vd. el vaso de expansión, alumbre el interior del hueco con una portátil o una linterna y sabrá con seguridad el color de fábrica.
– Muchas gracias Paquito. Dile a tu padre que vivo en Málaga y que muy pronto iré a visitarle, y muchas gracias por tu información.
El color original de fábrica era el blanco. No cabía duda. Nada más quitar el vaso de expansión sin necesidad de alumbrarlo, se veía el interior de la aleta izquierda pintada de blanco. Juan fue aún más lejos. Tomó un destornillador y ralló la pintura. Apareció el plateado de la chapa sin residuos de otro color.
Se miraron a los y Juan pausadamente, con voz temblorosa, dijo:
– María, ¡¡ Este coche es el nuestro !!
Se abrazaron sin decir una palabra. El milagro había ocurrido.
¿Y la documentación? ¿Quién había utilizado el coche? ¿Quién lo había entregado en el desguace? ¿Conseguiría averiguar algo? ¡AH! ¡OH! ¡UFF!
Por Román Martínez de Velasco y Farinós